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Era una verdadera revolución la que había en el salón de clase cuando el director se acercó a ver de qué se trataba el desmadre que se oía. Discreto, fuera del salón, observaba cómo los chiquillos exorbitaban las buenas maneras con que se supone que el alumno debe conducirse en el aula. La maestra, una bella doncella de rubia cabellera y ojos negros como de ensueño, los miraba no sólo complaciente, sino alentando la barahúnda aquella. Los mesabancos estaban acostados en el suelo, en redondel, como una muralla tras la cual se agazapaban los morros en plena discusión por los papeles que les tocaría representar. Yo seré el rey, gritó un chiquillo con mirada de tirano, futuro empresario en plena educación primaria. No, no, lo seré yo, replicó otro con la ambición reflejada en las pupilas. Pero santo golpe en la mandíbula dejó al aspirante al reino tendido en el suelo, mientras la maestra se admiraba de ver que el pequeño émulo de César Borgia ya sabía que todo estado se funde en la violencia. El director la miró anonadado, así que ella corrigió su actitud y replicó al delfín "eso no se hace", pero le dejó el papel de rey.
¿Pero qué es esto?, le dijo el director a la maestra. Se trata de un nuevo método didáctico, contestó la vanguardista. Así los niños aprenden la historia no memorizando fechas y nombres como idiotas, sino haciéndola. En este momento nos encontramos recreando la Europa medieval. ¿Ve?, ése es el castillo, dijo mientras apuntaba a los mesabancos derribados. El director no sabía a qué replicar primero, si a la desfachatez de la profesora y su lenguaje, o a la indecencia que le parecía la idea de jugar con la historia de la humanidad. En el fondo, la curiosidad de ver después en qué acababa aquello le hizo regresar a su despacho, consolándose con la idea peregrina de que con ese método al fin algo iban a aprender los párvulos. Pero no hagan mucho ruido, pidió con semblante de pusilánime y se fue.
Los papeles ya estaban dados: el primero sería el rey por obra y gracia de la divinidad, y el golpeado, su ministro; aquél sería príncipe, y aquellos otros, siervos de la gleba; el de más allá bufón, y este de por acá, embajador de un país lejano. Falta el dragón, dijo el niño rey que sería empresario. No, los dragones no existen, dijo la maestra, son fábulas, cuentos para asustar a los niños malcriados, agregó, trastabillando en sus conocimientos sobre la literatura universal. Que sí existen, afirmó el reyecito, abriendo tremendos ojotes que te asustaban nomás de verlos. Hasta la maestra se quedó un momento en silencio, pero al fin replicó que no, que te digo que no existe, pero si sigues diciendo que sí se va a aparecer y te va a comer. El chiquillo agarró la barra de medir, que según él era su espada, y le gritó a la maestra "que se aparezca y que lo mato".
"Ya te dijo la 'maesta' que 'os dagones' son 'mentida'", gritó un mozalbete de lengua atropellada y que se quedó de una pieza cuando el rey se volvió a mirarlo con ojos de basilisco. Y, cosa que los anales no han podido registrar, es qué pasó con aquél, porque, la verdad sea dicha, no se le volvió a ver. Algunas malas lenguas hablaban de destierro o de otros "-ierros".
Esa no fue la única desaparición que ocurrió en el castillo. Cual cosa de alquimista o brujo sevillano (que para el caso da igual si es italiano, gallego o portugués), fueron disolviéndose en la nada de uno en uno un total de siete gentiles chicuelos que se negaron a colaborar en las obras para reforzar las murallas del castillo, según el divino monarca, para evitar la invasión del enemigo. Y hasta se pensó en crear una especie de comisión medieval de la verdad, cuyos proponentes se arrepintieron de la idea cuando el rey les dijo que en primer lugar eso no existía en su época y en segundo que mejor le pensaran, no fuera que se los llevara patas de cabra por andar veriguando lo que no les importaba.
Casi todos estaban inconformes con la manera como se manejaban las cosas en el reino. Les asustaba tanto el ejercicio desmedido del poder como la indiferencia complaciente del numen real, la maestra, entusiasmada con el desarrollo de su experimento didáctico. Los nobles se reunieron en una esquina a tramar la deposición del despótico gobernante. Los encabezaba el ministro, quien no le perdonaba a la menuda majestad el guamazo que le arrió en la trompa. Se habló de venenos vertidos en el refresco o de picapica echado arteramente por la espalda. Hasta hubo quien propuso métodos escatológicos de abajo arriba que la mínima decencia prohíbe repetir aquí, pero que pretendían poner en fuga al tirano. Finalmente, nada pasó y de los conspiradores de repente no se volvió a saber. Y el rey organizó un desfile por su castillo ante sus súbditos, quienes tuvieron que hacer de marchantes y de público, y sonreírle al rey y hasta gritarle vivas, callando mientras por los desaparecidos y preguntándole con los ojos a la maestra cómo era que no se acordaba de ellos, de los presentes y de los desaparecidos. Y un olor a podrido empezó a contaminar el ambiente. Algo huele mal en el reino, dijo un poeta.
En esa atmósfera enrarecida las conciencias adormiladas del vulgo despertaron y vieron que era la hora de su liberación. Un noble sobreviviente se animó a organizar el golpe de estado con la mascarada de una obra teatral a la que invitarían al monarca. En ella se contaba la historia de un hombre común que llegó al poder y enloqueció y sumió a su pueblo en la desesperación. Al cabo, llega un caballero de una antigua orden, quien al ver la miseria de ese reino decide alzar la espada contra el tirano, al que increpa oh, tú que has hecho del poder de gobernar a los hombres motivo de sufrimiento ajeno y deshonra propia, recibe las dádivas que la divinidad reserva al malvado, y se abalanza contra el rey para quedar ensartado en la real espada que ya lo esperaba, porque el monarca ya maliciaba que algo se tramaba en su contra. Y como el teatro lo habían organizado el noble rebelde y sus seguidores, pero el banquete era el regalo del rey, que salen de varias vasijas un hato de asesinos que veloces se arrojan sobre los nuevos conspiradores y los pasan a cuchillo.
Para la maestra y los sobrevivientes aquello ya era suficiente. Ellos no podían seguir bajo el yugo del déspota y ella creía que los alumnos ya habían aprendido bastante, aunque seguramente sería incapaz de decidir si habían aprendido la perversidad del poder ejercido sin humanidad, que ciertos derechos son para defenderse hasta la muerte o a construir un castillo de mentiras. (Sin contar sus extravíos históricos; por ejemplo, ¿quién rayos le dijo a la maestra que César Borgia era emblema del rey medieval?, ¿o qué no era este mecenas culto y persona fina?). La cosa es que la tramoya había llegado a tal punto que no se le podía desmontar sin que antes hubiera una última masacre.
Los sobrevivientes tomaron lo que pudieron y se abalanzaron contra su monarca, quien los recibió a golpes de espada, decapitando, cercenando, liquidando, destruyendo, derramando sangre ajena y sangrando la suya. Malherido y maldiciendo a la plebe, el rey se hincó en el suelo implorando a su dios y esperando al enemigo final.
Eso estuvo muy, pero muy mal. Así no se trata a tus compañeritos, le dijo una voz que venía de lo alto, como a sesenta centímetros por arriba de él. Ahora tendrás que poner todo en orden si no quieres que te castigue, ¿y qué es ese olor?, dijo la maestra, quien se acercó a una fosa cavada al fondo del castillo y descubrió los cuerpos de los desaparecidos, cubiertos de insectos y en pleno proceso de descomposición.
¡Pero qué has hecho!, gritó hecha una furia la maestra al tiempo que se acercaba al niño blandiendo un puño. El rey vio a su enemigo mortal y comprendió que su numen tenía razón. No se trataba de una bestia escamosa, alada y escupelumbre, sino una bella doncella de rubia cabellera y ojos negros como de ensueño que se acercaba a destronarlo. Tomó la espada y de un tajo le cortó la cabeza al dragón tan temido.


(Publicado en la revista Walpurgis. Humor, arte y cultura).

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