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El fin del mundo

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Premio Cuento Corto 2003 Editorial AAGORHOD (San Luis Potosí, S.L.P., México)

Esa debía ser la madrugada más dichosa de su vida, pero el recuerdo de un amor frustrado eclipsó la felicidad que, se supone, toda novia debe tener en el tálamo nupcial. Ahí estaba, junto a ella, el hombre al que decidió unirse hasta el fin de sus días, aquel con quien apenas unas horas antes acababa de consumar sus esponsales en unión carnal. Sí, debía ser un principio, pero la desazonaba la duda de que más bien fuera un final. El amargo final de sus días de novia imposible, de sus días de imaginada dicha junto a otro ahora lejano para siempre.
Nunca había podido entender la razón, las causas que poco a poco la fueron alejando de aquella ilusión que unía su vida con la de aquel a quien decía aborrecer ahora. Un chispazo de lucidez la hizo entender de pronto, pero acalló de inmediato las voces interiores que le gritaban su estupidez. No, no podía ser posible. Y sin embargo, la duda no la dejaba en paz.
Rememoró la primera vez que vio al otro, y recordó haber pensado en aquel entonces que era con quien habría de casarse sin importar las desdichas futuras. La asaltaron una a una las memorias de sus encuentros casuales, de sus miradas furtivas, de la unión espontánea de sus cuerpos en fraternal abrazo por el cumpleaños, por el entusiasmo debido a un logro repentino o nomás porque sí. Recordó, con amarga tristeza, que él un día estuvo a punto de decirle que la amaba si no hubiera sido por la llegada de un inoportuno. De una de esas personas que envenenan el alma de los amantes en ciernes con injurias, con chismes y amagos de acerbas críticas contra quienes no quieren ver unidos. ¡Claro! Se había tratado de la conspiración de las fuerzas del mal para separarlos. Su amor pudo haber sido necesario para el equilibrio del universo, y ahora todo estaba perdido para siempre por la envidia de unos y por su propia estupidez y cobardía. Nunca como ahora había sentido la certidumbre de que en realidad amaba al otro, pero su buena conciencia le dictó sentencia de muerte al amor infortunado. Quiso ahogarlo en el recuerdo del coito consumado con el Adonis que roncaba sobre su cama de esposa. Con súbita exultación, hizo una apuesta tonta. Pidió que se acabara el mundo si en realidad era el otro con quien debía haberse unido. Se acercó a la ventana con sonrisa triunfal, como quien de antemano sabe una respuesta ineluctable con que vencerá a un enemigo imbécil. Y así pudo mirar aterrada cómo las estrellas se apagaban, una por una, en la inmensidad del espacio.


(Publicado en Luna nueva sobre Babel).

Derechos Reservados para Ernesto A. Zavaleta Eraña