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Katowice ayer y hoy

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A las cuatro y cuarto las prisioneras eran reunidas en el centro del campo para inspección, abluciones, alimentación, labores fabriles, rutinas de ejercicio o de «esparcimiento» y nueva alimentación a las diecinueve horas. Las formaciones debían hacerse de manera rápida, apenas sonara el silbato de las guardianas; las presas, que salían de las habitaciones aún medio muertas de cansancio, recibían empellones, patadas e insultos para avivarse; una reacción de defensa de cualquiera de las reclusas, como oponer las manos, y hasta una demora, por mínima que fuera, eran severamente castigadas, incluso con una «muerte accidental» a palos. Si faltaba alguna a la formación, de inmediato se daba la orden para «sellar» el campo, maniobra consistente en mantener a las presas a la intemperie, formadas, de pie, sin importar las condiciones climáticas ni cuánto tiempo transcurriera hasta que se hallase a la omisa; de presumirse la fuga, se seleccionaba a una veintena, o una treintena o más de las reclusas, a capricho de quien hiciese la selección, y se les enviaba al «establo», donde se les interrogaba, se les golpeaba y de cuando en cuando se les veía morir «accidentalmente». Las guardias humillaban una y otra vez a las prisioneras, les robaban, las golpeaban y hasta las mataban «accidentalmente». En múltiples ocasiones las privaban durante periodos más o menos prolongados aun de la magra comida y de las pocas horas de sueño que se les concedían, no más de tres horas y media diarias. Las guardianas trazaban límites metafísicos a las áreas por las que se podía deambular con relativa libertad dentro de la enorme prisión; en los «ratos libres», las presas podían caminar de un lado a otro dentro de esos límites, pero jamás traspasarlos (por ejemplo, no podían ir al establo o al hospital a menos que se requiriera) y mucho menos se les permitía tenderse a dormir; quien se sentara a reposar era castigada a palos y debía permanecer de pie, a la intemperie, durante cincuenta y dos horas; muchas veces se les molía además a palos, y otras se les veía morir «accidentalmente». La violencia era infinita y variada; extrañamente, esta no provenía de la milicia de la Wehrmacht o de los oficiales SS, sino de las propias cautivas que habían sido designadas como cancerberos del campo de concentración, peculiar pero muy eficiente sistema de control y castigo que algunos atribuían a la mente maestra de Himmler, pero los más a la dinámica misma de los campos de prisioneros.

El campo de Katowice se extendía sobre una superficie de tan solo veinte kilómetros cuadrados (la mitad de –por ejemplo– Auschwitz), circundados por tres vallas electrificadas y cercas de púas; constaba de sesenta y seis edificios de barracas en que se hacinaba una población de treinta y siete mil presas; cinco edificios dormitorio para los doscientos soldados de que constaba la guarnición, separados del área donde se albergaba a las presas mediante alambradas; una residencia de oficiales (el comandante del campo, dos capitanes y cinco sargentos), igualmente segregada; un letrinario para las internas; un hospital donde solo se atendía a las internas que lo requirieran (y donde además se llevaban a cabo pruebas secretas), separado; el ya mencionado establo, al que popularmente se le designaba matadero; la nave fabril, donde se confeccionaban uniformes y furnituras; bodegas de implementos, también separadas de la zona de reclusión mediante verjas fulminantes; y un enorme edificio donde se alojaban las regaderas, los «baños de vapor» y un crematorio donde se disponía de aquellas internas a las que les «ocurriera fallecer» durante la reclusión.

La actividad del campamento consistía básicamente en asearse para evitar infecciones, alimentarse para la jornada, trabajar alguno de los turnos en que se dividía el trabajo fabril del campo (de cinco a diez, de diez a trece y de trece a dieciocho horas; cinco horas por turno en que se dividía el trabajo de las presas, no por consideración a ellas sino por evitar la sobreproducción); también, ejecutar una serie de ejercicios de acondicionamiento físico, que no tenían en realidad mayor propósito sino poner a prueba la fortaleza física de las prisioneras y, en última instancia, agotarlas y segregar a las «inútiles»; y se les imponían actividades de «esparcimiento», que en realidad eran cavar zanjar, deshacerse de cadáveres, asear y mantener a punto las instalaciones, colaborar en experimentos diversos... Se contaba, pese a todo, con relativa libertad para deambular por el campo, siempre dentro de los límites impuestos por las guardianas; las presas podían ir al letrinario si lo necesitaban, aunque no por más de tres minutos durante las actividades; en los ratos de ocio se podían reunir a platicar, pero vigiladas por las guardianas y cuidando siempre de no causar la menor sospecha de una conspiración; empero, ciertas presas políticas (aquellas a las que se consideraba de mayor peligro por su decidida actividad contra el régimen) no podían reunirse de manera alguna.

El sistema para clasificación de prisioneras era el mismo empleado en el resto de los campos de concentración: un triángulo rojo para las presas políticas; verde para las delincuentes comunes; azul para las emigrantes; violeta para las testigos de Jehová; negro para las homosexuales (en los campos donde había varones con esta orientación, se le imponía el triángulo rosa), las prostitutas, los «desadaptadas», las enfermas mentales, las adictas a las drogas y demás «antisociales» en general; café para las gitanas; y amarillo para las judías.

Sobre el triángulo, además, se estampaba una letra según la nacionalidad de la prisionera: B (belga), F (francesa), I (italiana), P (polaca), S (española), T (checa), U (húngara)...

Otras marcas denotaban reincidencia (una barra sobre el triángulo), pertenencia a grupo de castigo (círculo negro debajo), intento de fuga (círculo negro con punto rojo), etcétera.

 

Una de las guardianas, a la sazón la «capitana», una judía húngara, le tenía especial ojeriza desde hacía tiempo, y de entre todas las reclusas, a una muchacha de cabello castaño: Janina Kowalski, capturada en el departamento de Varsovia donde vivía con sus padres y sus hermanos, también capturados debido a las «ideas políticas» del padre, ideas que tan solo se expresaron como una crítica a la brutalidad con que se había realizado la detención de ciertos objetores de conciencia, amigos suyos.

Todos habían muerto ya. El padre y los hermanos, fusilados y enterrados en Sorbibor; y la madre, hacía ya un tiempo en el mismo campo donde se le había confinado junto con Janina.

Su infierno en el campamento se inició apenas arribaron. En cuanto se abrieron las puertas del vagón de carga en que se les había transportado, a ella y a la madre, a muchas mujeres más, una muchedumbre de prisioneras se abalanzaron contra las recién llegadas y a jalones las hicieron bajarse y las separaron, sin importarles quitarle de los brazos una hija a una madre o dejar indefensa a una anciana. Las recién llegadas se resistían, pero las prisioneras las jaloneaban, les pegaban, les gritaban «putas», les robaban el collar, un anillo o cualquier alhaja que llevaran en ellas, y les arrancaban las ropas o las obligaban a desvertirse bajo amenazas de hacerlas picadillo entre todas. Alguna incluso extraía alguna puntilla de entre sus ropas, con la que procedía a cortar mechones de las recién llegadas, a las que dejaba con huecos pelados en la cabeza.

Una vez desnudadas, se les empujaba a palos hasta un pabellón, en donde se les hacía objeto de nuevas vejaciones. Les cortaban de raíz el pelo a todas, les echaban polvos insecticidas para despiojarlas, las bañaban con agua a temperatura ambiental, que era helada, y luego las hacinaban así desnudas, mojadas y con restos de insecticida en las regaderas, donde las dejaban un rato hasta que volvían a sacarlas para echarles más agua helada y luego darles los uniformes de prisionera. Finalmente se les pasaba lista y se les encerraba en sus barracas, con la amenaza de que se mataría a la que asomara la cabeza.

Por las mañanas las guardianas hacían sonar los silbatos, y el resto de las prisioneras debían formarse de inmediato afuera de las barracas. Se les daban no más de quince minutos para lavarse el cuerpo. Luego las hacían formarse para la comida, una sopa nauseabunda y más bien aguada de verduras pasadas y carne de algún animal indefinido.

–Fórmate hacia el final –le recomendó un día una de las reclusas–. Te tocará el caldo más denso y alguna verdura, quizá un poco de carne, que nunca le remueven a la olla.

Y aunque Janina siguió el consejo de aquella inesperada alma solidaria, preciosa flor en el cautiverio, se angustiaba de no poder compartirlo ya con la madre, a quien veía a lo lejos, muy adelante de la fila en que a ella la obligaron a formarse.

 

Apenas una semana después de haber ingresado al campo de concentración, Janina tuvo un primer incidente con la judía húngara. Una vez servido su plato, Janina salía de la fila cuando de pronto se tropezó con una roca que sobresalía del suelo y cayó de bruces. Las demás cautivas soltaron la carcajada. Ante el barullo, se acercaron las guardianas, capitaneadas por la húngara.

–¡Qué pasó aquí!

–Se ha caído la polaca y se quedó sin sopa.

Janina se levantó y volvió a tomar un lugar en la fila.

–¡Eh, que ya tuviste turno! –vociferó la húngara.

Janina porfió en formarse.

–¡Que ya no te corresponde turno! –le gritó la húngara, al tiempo que la sacaba de la fila.

Y como Janina persistía, la alejaron a empujones hasta tirarla al suelo.

–Si te levantas lo vas a pagar caro –le advirtió la húngara. De pronto, esta se quedó viendo a lo lejos, primero desconcertada y luego iracunda–. ¡Qué demonios!

La húngara se apartó a zancadas de Janina, hacia donde había visto ese algo. Janina se volvió y pudo ver una mujer que se acercaba. Era su madre, quien habiendo visto todo le llevaba su plato de sopa.

No pudo avanzar demasiado, pues la húngara prontamente la interceptó y ya la obligaba a volver sobre sus pasos. Pero la madre seguía avanzando, hasta que la húngara la tiró al suelo y comenzó a darle una paliza.

Janina se alzó hecha una furia y se abalanzó sobre la húngara antes que las demás guardianas pudieran hacer algo.

Apenas pudieron separarlas. Pese a su semblante frágil y apariencia enfermiza, Janina luchó como una fiera por defender a su madre, y aún se debatía en brazos de las guardianas. Tuvieron que acudir algunos soldados para aquietarlas.

Uno de ellos le indicó a la húngara que el comandante requería su presencia.

–Este es tu último día polaca, el último de las dos –le advirtió a Janina.

Los soldados, las guardianas permanecieron en torno de Janina mientras regresaba la húngara.

Al cabo de varios minutos, volvió la mujer con el gesto descompuesto.

–Detención en el cobertizo para esta. La madre a la enfermería. Que les den las sobras.

 

La enfermería no resultó sino una cama aparte dentro del pabellón en que se recluía a la madre de Janina. Simplemente la dejaron tendida en el lecho, sin proveerle de medicamento alguno para el dolor por los golpes. Si acaso, le dieron un poco del caldo que sobró. Al día siguiente volvió a la fila.

En lo oscuro del cobertizo, cavado a ras de la tierra, Janina imaginaba los pasos de su madre.

 

A ratos podía ver a su madre; a la hora de los ejercicios, en algún ínterin de punible desocupación. Solo unos cuantos minutos les concedía la férrea disciplina de las guardianas.

A partir de un día, Janina no volvió a ver a su madre.

 

En la noche escuchó que una voz la llamaba:

–Hijita, hijita mía. Recibe la bendición de tu madre.

Y Janina se alzó, feliz, sobre su cama.

–¡Mamá! ¡Mamá, dónde estás!

Un coro de risas acabó por despertar a las demás.

–¡Qué sucede! –preguntó alguna.

–Que la loca ya empezó otra vez con lo de la hija y la polaca idiota creyó que le hablaban a ella.

 

Las guardianas ponían al resto de las prisioneras una rutina de «ejercicios» que incluían cavar zanjas, pero también flexiones sobre el pecho, sentadillas y carreras en círculo. Janina se extasiaba a sí misma con las carreras en círculo. Mientras corría, daba giros sobre sí como cuando jugaba de niña con sus hermanos en los bosques de Varsovia. Cerraba sus ojos y así podía ver de nuevo a Aleski y a Gerik corriendo en torno de ella mientras giraba sobre sí.

Vestía un hermoso traje azul con cintas blancas y llevaba un canotier de paja. Los padres los miraban y les aplaudían de tanto en tanto mientras terminaban de preparar el almuerzo. Aleski y Gerik reían y ululaban como apaches. Y luego le hacían la ronda:

Un, dos, tres: la princesa de Varsovia. Un dos, tres: la princesa con quién se casa. Un dos, tres: la princesa de Varsovia. Un dos tres...

Janina sintió que de pronto se impactaba contra alguien, quien de inmediato la empujó toscamente.

Al abrir los ojos vio a dos extrañas que la miraban con recelo.

 

Sacaron a varias de las barracas y las llevaron hasta una explanada donde yacían decenas de mujeres muertas de un tiro en la nuca. Con pocas palabras se les dieron las instrucciones, y las cautivas procedieron con la tarea.

Tomándolos de los pies, Janina y otra mujer, y sendas parejas más, llevaron hasta la zanja un cuerpo, dos cuerpos, tres cuerpos...

Janina pasó la noche llorando en silencio. Abrazándose a sí misma en su desamparo.

 

A la mañana volvía a hacer la fila acostumbrada para la alimentación. Recibió su caldo denso y media papa. Al salir de la fila, la húngara le golpeó el plato con la macana, haciéndole tirar la comida a la tierra. La húngara le dio un golpe en el vientre que la hizo doblarse. Y otro más en la espalda que la precipitó al suelo.

–¡Levántate, perra! –le ordenó.

Janina se removía de dolor.

–¡Que te levantes, perra! –volvió a ordenarle la húngara.

–¡Qué ha pasado contigo! ¡Qué ha pasado contigo! ¿Tienes idea de lo que ellos le hacen a gente como tú, de lo que nos hacen a todos? –le increpó Janina aún tendida sobre el fango.

–¡No es de tu incumbencia! ¡No es de mi incumbencia! –le ladró la húngara, tras lo cual comenzó a golpearla con la macana.

El comandante del campo, quien había atestiguado de lejos o había sido enterado de los desafueros de la judía húngara, le ordenó que se detuviera. Y no era la primera vez que intervenía a favor de Janina, pues ya lo había hecho antes, hastiado de lo que tomaba por violencia excesiva de la raza judía; y la húngara en consecuencia la había tomado después con la madre. ¡Ah, sí que había tenido su desquite con la pobre madre de Janina!

La húngara seguía golpeando a Janina a pesar de la orden. Ante tal desobediencia, el comandante se acercó a grandes zancadas.

–¡Alto ahí! ¡He dicho alto! –le gritó.

–¡Señor comandante!

–Te gusta golpear a las prisioneras –aseveró con voz firme el comandante.

–Señor, yo...

–No, no. De veras te gusta humillarlas –le repitió, pero ahora con tono más suave, comprensivo. Como si la invitara a sincerarse.

–Señor, sí –respondió la húngara.

El comandante asintió satisfecho. La húngara esbozó una sonrisa cómplice. Y entonces el comandante sacó su arma de la funda y posó el cañón sobre la frente de ella.

–Arrodíllate.

La mujer comenzó a temblar como una hoja.

–Señor, yo...

–¡De rodillas!

La húngara se postró mientras se orinaba ante la mirada reivindicada de varias de sus víctimas.

–Tu entusiasmo es loable, judía. Nada más importante para este campamento que la disciplina. Pero no se te olvide qué cosa eres tú aquí –le dijo el comandante.

–Señor, no soy nada. No soy nada –rezaba la mujer.

Las prisioneras parecían guardar un grito de júbilo o de terror, pues sabían que era inminente la muerte de su guardiana a manos del alemán. La húngara no cesaba de temblar ni de musitar su insignificancia.

A la postre, el comandante simplemente enfundó el arma y se retiró.

 

Las cosas iban a cambiar en el campamento. El comandante mandó llamar a Janina para hacerle una propuesta.

–Pasa y siéntate en esa silla. Cierra la puerta –le dijo el comandante.

Muda, Janina hizo lo que se le indicó.

–Veo que eres una muchacha callada. Bueno. Me gusta la discreción en una mujer. Y también en los hombres, por supuesto. Algunos se van constantemente de la lengua y por ello acaban mal. Nosotros vamos a tener una tranquila conversación. ¿Gustas antes tomar algo? Aquí tengo un poco de vino, permíteme servirte un vaso. Toma. ¡Oh!, y también tengo un pedazo de queso. Y este pan, a que están muy buenos. Anda, come.

Janina le dio un mordisco al queso. Aquel sabor hogareño le trajo recuerdos; comenzó a llorar por ella misma.

–Ya, ya... –la consoló el oficial–. Sé que les sirven a ustedes una sopa incomible, pero a nosotros también nos dan una bazofia asquerosa. Este vino y este queso, el pan incluso, me los provee un contrabandista checo. Ya sé que el contrabando es una actividad reprobable, pero si no fuera por la mala administración alimentaria de la que nos provee Berlín... Digo Berlín, pero no quiero decir el alto mando, y menos el Führer –sabes bien lo que le pasa al que habla mal del régimen–, sino que esto es culpa de algún burócrata que nada sabe de estar prácticamente en la línea de fuego. Lo que me lleva al tema que quiero tratar contigo.

Janina se volvió a mirarlo atenta, callada.

–Has visto la manera en que se conducen las cosas en este centro de detención.

Janina asintió sutilmente.

–A nosotros nos facilita enormemente la tarea el designar guardianas de entre ustedes; así podemos dedicarnos a otros asuntos muy tranquilos mientras otras hacen el trabajo. ¡Y lo hacen impecablemente!... No sé por qué razón resultan tan eficientes, tan empeñosas las guardias señaladas. ¡Y digo eficientes! Llámalo instinto de sobrevivencia o parte de la naturaleza de estas razas envilecidas, pero cuando se trata de hacerse valer se comportan como unas auténticas hienas entre ustedes: se humillan, se denuncian, se traicionan, se golpean, se roban, se matan...

Janina mantenía la mirada al suelo; solo de cuando en cuando se atrevía a alzarla hacia el oficial.

–Ciertamente... de cuando en cuando tenemos alguna guardiana que se excede en su celo, como Hanna. No nos gusta en realidad. No nos agrada que se den estos aires de superioridad sobre el resto de las prisioneras. Y se requiere hacerlas entender. Tú sabes... En el antiguo imperio romano, a los césares se les repetía constantemente: «Recuerda que eres un mortal». El poder embriaga. El poder nos hace soberbios. Pero no somos más que polvo y sombra. Ellos... «Pueblo escogido de Dios»... ¿Ya los viste? Nosotros los alemanes somos el pueblo escogido por la Providencia para humillar el orgullo judío.

El oficial subrayó su dicho con un movimiento de cabeza y se reclinó hacia atrás en su silla al tiempo que cerraba los ojos, como si entrara en un profundo trance de meditación.

Tras unos instantes, retomó su propuesta:

–Pero no he mandado traerte para filosofías, sino porque he visto todo lo que te ha hecho sufrir Hannah, y yo digo que ya basta. Yo digo que ha llegado el momento de que te des cuenta de que pese a todo el sufrimiento indecible de la guerra, y pese a todo el sufrimiento indecible de este campo, aún hay un poco de esperanza para ustedes las sin esperanza. Yo digo que ha llegado el momento en que descubras que hay una forma en que puedes evitar la violencia de las guardianas y que puedes reducir tus sufrimientos. Que ha llegado ya el momento en que puedes probar cuán buena guardiana puedes ser también, y que, de hecho, puedes ser la guardiana de la guardiana. No digo que descuidarás a las otras prisioneras, que al final del día lo único que en verdad nos importa es que no escapen, pero sí quiero que le eches el ojo especialmente a Hannah; que le recuerdes el que a la postre no es más que polvo del polvo. Y no, no es una petición. Es una orden. Pero te conviene, mira: vas a tener mejor cama, mejor comida, pocos o nulos maltratos. Quizá a ello se deba el celo excesivo de ciertas guardianas, pensándolo mejor... Como sea, te conviene. Es esto que te ofrezco o seguir sufriendo el yugo de tu guardiana. El yugo de Hannah; y te apuesto a que ni sabías su nombre hasta ahora que te lo digo. Claro, cuando llegaste ella ya era guardiana. Cuando ella llegó, era una insignificante muchachilla que se la pasaba lloriqueando. Cuántas palizas se hubiera evitado de haber mostrado un poco de valor. El anterior comandante del campo, de hecho, no daba nada por ella. Yo, en cambio, he visto cuánta fortaleza se extrae de la nada; e hice mi apuesta por Hannah. Y mira qué capaz resultó como guardiana. Por ello, por todas tus circunstancias y por todo lo que has sufrido a causa de Hannah, estoy seguro de que también tú resultarás una buena guardiana, y aun mejor que Hannah.

Janina asintió derrotada.

–¡Capitán!

–A la orden mi coronel.

Lleve a esta mujer a proveerse de uniforme y útiles para servir de guardia, y muéstrele sus nuevos aposentos. A nadie le reporta más que a Ud.

El «uniforme» de las guardianas tan solo consistía en un gabán raído con un brazalete negro a medio brazo, bajo el cual se vestían las ropas de las prisioneras comunes, y una macana de madera.

–A la orden mi coronel.

–Y tú, Janina, no olvides quién es Hannah. No olvides que ella mató a golpes a tu madre y que no dudaría en hacer lo mismo contigo; que de hecho ya te ha dado tus buenas palizas. No olvides que, a pesar de todo el poder que ha mostrado, y a pesar de todas las humillaciones de las que las ha hecho objeto a ustedes, a partir de ahora ella está por debajo de ti. No olvides que a partir de ahora ella no podrá tocarte un pelo ni ladrarte orden alguna. No olvides que ahora eres tú quien le dará órdenes a ella; que a partir de ahora su vida misma está en tus manos; y que, si te lo propones, puedes aniquilarla en el momento mismo que lo desees. Pero sobre todo, mi encantadora Janina, no olvides que también tú eres un mortal.

 

Hannah recibió dos malas sorpresas el mismo día. La primera fue el ver a Janina con el uniforme de las guardianas, haciendo las labores que le correspondían a ella. Y la segunda, como era previsible, fue verse a sí misma reducida a la condición de una reclusa como cualquier otra.

Dadas las condiciones del campamento, inevitablemente tenían que encontrarse en cualquier momento frente a frente. Al verse no hubo más violencia entre ellas, pero tampoco reconciliación. Imposible. Lo único que podía haber entre Hannah y Janina era un sentimiento de profundo abandono y desesperanza. Hannah vio a Janina a los ojos, y Janina vio a Hannah a los ojos. Hannah vio temor en la mirada de Janina, un temor tal que, pese a todo, inspirada respeto y compasión; y Janina vio una amenaza en la mirada de Hannah, pero no una amenaza que naciera del profundo odio que Hannah siempre había sentido por ella, sino que los ojos de la húngara fueron para Janina como un espejo en el que de algún modo vio su propio destino.

 

Pero hay sentimientos imposibles de saldar.

Una mañana, Hannah se puso de acuerdo con otras prisioneras para asesinar a su enemiga. Se dispuso todo según el plan. Alguien fue a avisarle a Janina que una de las chicas yacía tendida dentro del letrinario, acaso muerta. Janina fue al lugar seguida de quien le dio el aviso y de varias más. Al entrar se dio cuenta de que efectivamente una de las reclusas se encontraba tendida en el suelo, pero no muerta sino desmayada.

–Hay que avisar ya al médico –fue la reacción inmediata de Janina, quien se olvidó por un momento que en el campo de concentración no había médicos más que en reclusión y que normalmente se deja a los internos a su suerte.

–¡Imbécil! –gritó Hannah, quien se le abalanzó intempestivamente desde entre las reclusas.

Janina quedó a la merced de Hannah en el suelo. Furiosa, imparable, la húngara le apretó el cuello con ambas manos. Sin poder respirar, luchando apenas, Janina logró darle un puñetazo a la húngara, quien cayó a un lado. Rápidamente se invirtieron los papeles y ahora era Janina quien se encontraba encima de Hannah, a la que le estrellaba la cabeza contra el lodo del suelo y la golpeaba con los puños.

Un grupo de soldados, seguidos del comandante, puso fin a la disputa. A una orden, se le dio un culatazo a Janina en el rostro para que soltara a Hannah.

–Ya has dado demasiados problemas judía –dijo iracundo el comandante–. Y tú, polaca, más vale que esto no vuelva a ocurrir.

–Me tendió una trampa para... –intentó explicar Janina, pero el comandante la cortó de tajo. Bastantes problemas tenía ya para mediar en las disputas de las prisioneras.

–A esta, a esta, a esta y a esta. Llévenselas al establo –dijo el comandante, señalando a varias de las presas, entre ellas Hannah–. Las demás a sus barracas. Y tú, polaca, vamos a tener una conversación.

Los soldados se llevaron a las presas que se les habían indicado al «establo», el lugar donde se confinaba a las reclusas a las que pronto se les daría muerte. El comandante salió primero del letrinario seguido por Janina.

En la oficina del comandante, se inició la recriminación:

–¿Es esta tu idea de la manera como se debe mantener la disciplina? Yo creí en ti. Te di una oportunidad que muchas desearían. ¿Quieres que busque una sustituta? ¿Crees que no podré encontrar a ninguna de entre ustedes? ¡Así como te di poder te lo quito!, ¿entiendes?

–Sí, señor –murmuró Janina.

–¡Sí, qué! –bramó el comandante.

–¡Sí, señor!

–¡Quieres que nombre a tu remplazo! –le gritó al tiempo que extraía la Lugger de la funda, cortaba cartucho y le apuntaba a la cara.

–¡No, señor! –respondió Janina vivazmente.

–¡No, señor comandante! –clamó el comandante, apretando el arma contra la frente de Janina.

–¡No, señor comandante! –respondió Janina, quebrándosele la voz.

–¡En adelante harás las cosas bien!

–¡En adelante haré las cosas bien, señor comandante! –prometió Janina, haciendo un esfuerzo por hablar claro.

–¡No volverás a equivocarte!

–¡No volveré a equivocarme, señor comandante!

–¡No volverás a poner en duda la autoridad del campamento!

–¡No volveré a poner en duda la autoridad del campamento, señor comandante! ¡Señor!

–Puedes retirarte –concluyó el comandante, quitándole a Janina el arma de la cara.

–¡Gracias, señor comandante!

Janina se apresuró a salir de la oficina; y una vez afuera, estalló.

 

 

La mañana era tranquila, Janina hacía la ronda a la hora de la comida. La fila era larga como de costumbre, aunque no siempre igual. Algunos rostros desaparecían para siempre; y, en cambio, llegaban caras nuevas una vez por semana en los camiones, coinciendo siempre con el aullido del tren allá lejos, en la vieja estación de Katowice. Los rostros eran nuevos, pero la expresión siempre la misma. Dolor, pérdida de fe, miedo profundo. Y sobre todo, hambre. El hambre que ella misma había sentido desde que llegó a este campo.

–Lucja –le dijo a la mujer que servía la comida–, remueva la sopa de cuando en cuando.

 

Ahí estaba delante, a no más de setenta metros, el establo. Un edificio de madera de tres y medio de alto por diez de ancho y veinte de fondo. No había ventanas y solo se podía entrar a él por una puerta, mediante una rampa. No había guardias y parecía virtualmente que cualquiera podía entrar y salir de ese lugar.

Justo a sus espaldas tenía a la masa de la que no debía apartar sus miradas. Abandonar el puesto así nada más representaba una temeridad; se arriesgaba incluso a una ejecución. Janina se aproximó a paso cansino al establo, no obstante, con mucha curiosidad. Sentía que una voz la llamaba.

Dos soldados que se le acercaban por el camino estuvieron a punto de hacerla desistir. «A dónde vas, mujer», «Está prohibido», «Fusílenla». Que suceda lo que deba suceder, se dijo Janina, resignada a su destino.

Los soldados pasaron de largo sin decirle nada.

Llegó hasta la rampa y se detuvo, aún indecisa; y finalmente penetró en el lugar.

La madera crujía dentro, a sus pasos. Todo lo demás era silencio.

A un lado y otro había celdas cerradas por una puerta, en cada una de las cuales una única abertura dejaba ver al interior. Janina se asomó a una de aquellas celdas, pero no veía más que la más absoluta oscuridad.

Al retirarse, una voz débil le habló:

–Polaca...

Janina pensó en salir rápidamente.

–Polaca, no te vayas... Por favor –le suplicó la misma voz debilitada.

Primero una mano y luego una cara emergieron de las penumbras. Era Hannah.

–Polaca, ¿sabes qué es este lugar? ¿Sabes cuántas mujeres estamos aquí encerradas? ¿Sabes qué van a hacernos estos hombres?

–Hannah, en verdad lamento si... –dijo Janina, pero fue interrumpida por Hannah, quien parecía hablar en un trance.

–Van a matarnos. Tú ya has visto los cadáveres, tú ya has cavado las zanjas...

–Hannah, yo...

–¡Van a matarnos! ¡Van a matarnos! ¡Yo no debía estar aquí! ¡Me encerraron aquí por tu culpa!

–Hannah...

–¡Por tu culpa, maldita polaca!

–¡Perdóname!

–¡No quiero morir! ¡No quiero morir! –Hannah se derrumbó en lágrimas–. ¡Perdóname, polaca! ¡Perdóname porque yo maté a tu madre! ¡Dios, perdóname!

Los saldos del odio son duros. Ahí estaba, quebrada al fin, la mujer que tan vilmente la había tratado en el campamento. Algo se quebró igualmente en el interior de Janina.

–Hannah, Hannah... Está bien. Mi madre ya está en paz. No quiero que sufras más. Yo... No tienes idea de cuánto te odié y deseé que murieras, pero ya no más. Ya no más. ¡Perdóname tú! ¡Perdóname si alguna vez te ofendí! ¡Tanto odio! ¡No más! ¡Dios! ¿Por qué...? ¿Por qué...?

–No quiero morir...

–¡Lo sé, lo sé!... Si yo pudiera hacer algo...

–Tú puedes... ¡Ayúdanos!

–¿Pero cómo?

–¡Ábrenos la puerta!

–¡Pero no puedo!

–¡Claro que puedes! ¡Abre la puerta!

–¡No puedo!

–¡Piensa que podíamos haber sido hermanas!, ¡piensa que podías ser tú quien estuviera en mi situación! ¿Es que eres tan cruel que simplemente vas a seguir de largo ante nuestro sufrimiento? ¡Por piedad! ¡Ayuda! ¡Ayúdanos que nos matan! ¡No quiero morir, por favor! ¡No quiero morir!

Janina se debatía ante el llamado de aquella alma en agonía. Un impulso la hizo mover la mano como si así nada más pudiera abrirle la reja a aquella mujer, a todas ellas. Pero no. No solo no le era posible, sino que era impensable abrir la puerta. ¿A dónde se dirigirían después?

Janina volvió la vista sobre su hombro, hacia la salida del pabellón recortada contra la negrura del establo. Allá afuera se veían las tres cercas de púas, las torretas de vigilancia, los guardias eternos y sus armas de largo alcance, y más allá, por entre la bruma, el paisaje incierto.

Salir de ahí sencillamente era imposible.

–No puedo, no puedo. ¡Perdóname!

Hannah miró de hito en hito a Janina, y con el odio más profundo deformándole las facciones del rostro le gritó:

–¡Cruel! ¡Mujer cruel que no nos ayudas! ¡Acuérdate de mí! ¡Acuérdate de que ya una vez estuviste en mi situación y yo en la tuya, y que muy pronto serás nuevamente prisionera entre las prisioneras! ¡Te deseo que te pudras en el infierno!

 Janina se rindió. Salió del pabellón tan rápido como le fue posible sin despertar las sospechas de las demás guardianas, de los soldados que circundaban el campamento; conteniendo con fuerza anémica las lágrimas que le escurrían ya de sus ojos verdes, que le quemaban de vergüenza la piel pues en el fondo sabía que, a pesar de la infinita compasión que sentía ahora por aquella mujer, el antiguo verdugo suyo, y pese a la impotencia a que la reducía su condición misma de prisionera, al final de cuentas ella también había sido de algún modo cruel.

 

Un grupo de prisioneras, las últimas, continuaban haciendo fila para recibir su comida; la mayoría practicaba ya sus ejercicios físicos de cada mañana mientras otras cavaban nuevas zanjas y algunas más languidecían. Janina se les aproximó con el semblante de una posesa o una profetisa.

–¡No más! ¡Ya no más! ¿Es que no entienden a dónde nos conduce todo esto? ¿No ven que somos como ovejas en el matadero? ¿Es que no ven que ha llegado la hora de la liberación? ¿De decir basta? ¿Que si vamos a morir preferimos hacerlo con la frente en alto? ¿Que no colaboraremos más?

Janina se despojó de su uniforme de guardiana, se arrancó el símbolo de prisionera política en sus ropas. El comandante comprendió que, sin lugar a dudas, había perdido la razón.

–¡Dejen esas palas! ¡Cesen las actividades! –las conminaba Janina–. ¡Estos pobres hombres también va a morir!

Sin pensarlo más, el comandante tomó su arma, decidido a acabar todo él mismo.

Las mujeres miraban admiradas a Janina. Muchas habían dejado ya sus actividades; comenzaban a rodearla como a su mesías. Los soldados las arengaban en vano para que se dispersaran.

–¡No tengan miedo a la muerte! ¡No tengan más miedo de estos hombres! ¡Sus balas no habrán de matarnos más!

El comandante se aproximó hasta Janina, le apuntó con el arma y se disponía a dispararle cuando algo en el cielo lo inmovilizó al instante.

Envuelto en llamas, girando sobre sí como un enorme pájaro herido, como un bólido, el aeroplano del gauleiter de Polonia caía del cielo al campamento mientras todo mundo miraba extático. El zumbido de las hélices fue haciéndose más y más intenso conforme se acercaba a la tierra; dio un giro más, pasó a pocos metros de las cabezas de los circunstantes, a quienes incluso arrastró la velocidad de la nave, y se estrelló contra el establo en una gigantesca explosión.

El cielo resonó al instante como el lamento de una bestia antediluviana.

Al poco, por encima de las montañas y de los pinos del bosque, una nube gigantesca, negra como la pez, centelleante, levitaba hacia el campamento y arrojaba retorcidos chorros de energía que causaban destrucción y muerte.

La ira de Dios contra los hombres descendía del cielo. La muerte venía ya por todos ellos. Y Janina, por sobre todas las prisioneras de Katowice, y por sobre todos los hombres del campamento, por sobre todos los culpables del mundo, se dispuso a recibirla embriagada de felicidad.




(Material de trabajo, sin publicar, para la novela Por la humanidad).

Derechos Reservados para Ernesto A. Zavaleta Eraña