Sencillamente es horrible ver a ese hombre tan pálido, las facciones tan
anormales. Es una imagen morbosa que no puedo quitarme de la cabeza. Acaso la razón de todo ello sea mi añejo gusto por lo
sangriento. Desde siempre, apenas veo un coro de personas alrededor de algo, y como el vampiro, huelo la sangre, me acerco
y miro aquel resto humano tirado sobre el adoquín. No es en verdad la sangre en sí misma lo que me atrae, empero. Es la –cómo
decirlo– sensación de superioridad que me invade al mirar a un cuerpo que apenas hacía unos minutos caminaba por ahí,
tan lleno de vida, y que de pronto, por un destino aciago, un accidente instantáneo y definitivo, ha quedado convertido en
algo inerte, en un mineral.
No únicamente los accidentados apelan a mi curiosidad.
Ya en alguna ocasión he dado un giro inesperado por aquella cárcel de ciudad en que me muevo –mirando en lo alto del
cielo a los buitres, volando como hijos de Ícaro, tan esperanzadores, tan inalcanzables–, y me veo de pronto ante una
capilla en la que se vela a un hombre –de facciones tan artificiales, tan como recompuestas tras algún desastroso accidente,
y sin embargo para mí tan familiares–, aprisionado para la eternidad dentro de una angosta caja de vidrio artesonada
con figuras de demonios y ánimas condenadas. Se le ve tan plácido, tan indiferente al callado sufrimiento en torno de él.
–No sabe cuánto lo siento –digo a la viuda,
no sin la hipocresía acostumbrada al caso, aunque en verdad siento como propia la muerte de este hombre desconocido, así como
también siento en lo profundo la muerte de todos los hombres del mundo, que también es un poco la mía.
La siento, no como la pérdida de un ser caro, sino como
proemio a mi propio e incierto destino. Incierto, sí, valga la paradoja. Si bien, dice el vulgo, lo único cierto que tenemos
en esta vida es la muerte, nadie sabe cómo va a desarrollarse la disolución de su ser. De morir, hay tantas maneras, tantas
eventualidades. ¿Cuál será la mía?
Uno prefiere, desde luego, la más inmediata, la menos
penosa. Acuden entonces a la memoria las muertes de los conocidos: la abuela murió de un infarto fulminante; al tío lo mató
un bocado malhadado; aquel falleció aterrado al precipitarse de las alturas el avión en que viajaba; aquella dio el último
suspiro en el olvido de sí misma, afectada por una demencia senil que acaso la hizo sentirse como una flor que se cerraba
a sí misma en el atardecer; un amigo se dio un tiro viril apenas conoció el cáncer que ya lo mataba.
Yo simplemente querría cerrar los ojos y que mi cuerpo
se disolviera en el aire.
Que la gente no me recuerde. Que me piensen como un
sueño, un capricho de su imaginación.
No quisiera dejar restos detrás. De la muerte, sólo
me indignan las incomodidades que le impone a los sobrevivientes el cadáver propio. Lo demás es inconsciencia, no saber más
nada.
No quisiera, pues, que se me amortajara, que se me limpiara,
y mucho menos que se me enterrara para ser devorado por las alimañas de mis entrañas. Ser reducido a cenizas me parece lo
más adecuado, en consecuencia, y que sean esparcidas en el campo, o depositadas en medio del océano. Ciertamente, tal tendría
un poco o un mucho de inconveniente para los ejecutores de la última voluntad. Pero al menos tendría algo de poético.
No sólo en el pensamiento, sino en la vida misma estamos
muertos ya.
El pensamiento brota espontáneo, mágico, en mi mente.
No puedo sino volverme al lado de donde creo provenir la voz. Lo descubro a él, al muerto, sentado junto a mí. En su rostro
se confunden las facciones del cuerpo encerrado en aquella caja de cristal con las del muerto que persistentemente me persigue,
y aun con las mías propias, pues con ellos también he muerto un poco yo mismo.
Mira y dime si el muerto no es menos él que tu espíritu,
me dice, adivinando la angustia que me asalta.
Permanezco inmóvil, con la convicción de que es inútil
oponer la menor duda o alternativa a lo ineluctable.
Los muertos somos tú y yo, y todos los demás, doy por
respuesta.
El muerto sonríe.
Y sin embargo, aún deseas escapar. Olvidas que sólo
Uno pudo escapar a la muerte, y aun Él era menos hombre que dios. Lo suyo sólo fue un dulce silogismo, una vana esperanza
para los sin esperanza.
Al decirme esto, extrae de uno de sus bolsillos un bulto
de papeles céreos, que lentamente comienza a desenvolver como si estuviera mondando la piel de una cebolla. Al final se deja
ver una como esfera blanquecina con incrustaciones verde y naranja, la cual resulta ser una calavera de azúcar con mi nombre
grabada en ella. Me la ofrece como regalo.
La tomo, a pesar de que palpita en mí el ánimo de arrojársela
a su gesto risueño, pero un orgullo asaz postrero e inútil me hincha el pecho, y comienzo a morder muellemente la calavera.
Insospechadamente, el dulce sabor de aquella muerte de juguete obra un efecto extraño en mí.
Una parte de mí, sin duda mi consciencia, se siente
ya tan liviana, tan etérea, al tiempo que mis extremidades y mi cuerpo todo adquieren una pesadez tal que apenas puedo moverme.
Mi corazón palpita lánguidamente, tan sólo acompasando un como vacío que crece en mi seno; la desazón del abandono, nostalgia
esperanzada y lastimosa.
A lo lejos, se escucha doblarse lenta, muy lentamente,
las campanas de la ciudad.
No preguntes por quién doblan las campanas, hermano.
Doblan por ti.
Me lo dice, mirándome con ojos empañados de lágrimas,
las mismas que no puedo evitar que se me escapen, pues lloran la muerte de ese hombre encerrado en el féretro, que a la postre
no puede ser sino yo mismo.
No te rindas más, entrégate al descanso.
Sus palabras me reconfortan, y me invitan a tenderme
en el lecho, protegido por aquella cubierta de vidrio que encapsula el momento eterno, rodeado por todas aquellas personas
que me miran con tal compasión, pues en mí se ven a sí mismos. Y yo también siento compasión profunda por ellos y por todos
los que no están presentes, pues a la larga todos compartimos el mismo destino.
Me rindo entonces al más profundo de los sueños. Y al
final, mis ojos vuelven a abrirse.