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La mesa había sido puesta en el comedor de la familia Kowalski. Solo faltaba un detalle, atendido de inmediato por Janina, la mayor de los hijos: la canasta del pan de trigo. Anna, la madre, salió de la cocina con el guiso y llamó a todos. De sus habitaciones salieron los hijos: Aleski y Gerik. Oles, el padre, dejó a un lado el periódico que leía en la sala, se lavó las manos en el aguamanil a un lado del sofá y se sentó a la cabecera.

Al ocupar sus lugares a la mesa, Aleski y Gerik seguían enfrascados en una camorra de cachorros a propósito de una compañera de colegio que le agradaba a Gerik.

–Cómo puedes encontrarla linda, ¿te has dado cuenta de que tiene piernas de horqueta? –decía Aleski.

–No es verdad. Sucede que le has tomado manía porque me prefiere a mí –aducía Gerik.

–¿A quién le han visto las piernas? –preguntó Janina con alegre curiosidad.

–A Marisa, la novia de Gerik –respondió Aleski.

–¡No es mi novia, solo somos buenos amigos! –exclamó Gerik.

–Bien, bien. No me digas que aún no la has besado –retó Aleski.

–Por ahora solo le he dado una flor. Pero en cuanto llegue el momento... –adujo Gerik.

–Hum... ¡Ja! –soltó Aleski.

–A una señorita se le debe respetar –intervino Anna, la madre, mientras servía el caldo de verduras y carne a los comensales–. Aplaudo la determinación de Gerik.

–Sí, sí –dijo Aleski al tiempo que le daba dos sorbos al vino de mesa.

–Y tú Aleski, ¿acaso ya le has robado un beso a alguna señorita del colegio? –preguntó Oles, el padre.

–No ha vuelto a besar a nadie desde que lo intentó con su profesora de primaria –acusó Gerik, quien pronto recibió un proyectil de migajón por parte de Aleski.

–¡Eh, que en la mesa no se juega! –intervino el padre, siguiendo el juego a su modo.

–¡Eso no fue un intento! ¡Sí que la besé! –gritó Aleski.

–¡Y vaya que sí! ¡Aún recuerdo que la señorita Susana mandó llamarme! –exclamó la madre–. ¡Estaba muerta de la angustia porque me hubiera llamado la profesora de mis hijos! ¡Pues qué diablura podían haber hecho! Y cuando me lo contó, ¡qué risa de ambas!

–Sí, qué risa. Quién hubiera pensado que teníamos en casa a todo un Rodolfo Valentino –recordó Janina.

–¡Diantre de muchacho, si la señorita Susana me dijo que hasta la doblaste como espiga para besarla! –apuntó la madre.

¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!

 

Las risas se interrumpieron a la llegada de un convoy militar que hizo vibrar los platos sobre la mesa, los cristales de las ventanas. A una, Oles, Anna, los muchachos se abalanzaron para ver qué sucedía. El convoy se detuvo ante el edificio de enfrente. Ágiles, precisos, una treintena de soldados polacos descendieron de dos camiones mientras tres oficiales de las SS impartían órdenes para rodear el edificio e ingresar a saco en los departamentos.

En la calle, algunos paseantes curiosos se petrificaron a la expectativa; otros seguían su camino, diríase que huyendo. Indiferentes, los oficiales se reunían en torno de sí encendiendo sus cigarrillos. Se escuchaba un tumulto dentro del edificio; por las ventanas se veía a los soldados destrozando cosas, amagando personas. Pocos minutos después un grupo de hombres, mujeres, ancianos, niños salieron con las manos en alto del edificio, seguidos de los soldados, y fueron introducidos a empellones a los camiones.

Lágrimas, súplicas en vano.

Un hombre se echó a correr de improviso; los soldados le gritaron para que se detuviera, pero el fugado corría imparable. El más robusto de los oficiales se abrió paso e hizo un disparo al aire. El hombre perdió el equilibrio debido a un perceptible espasmo de sus piernas y cayó sobre un charco de agua. Antes de que pudiera levantarse, un par de soldados ya lo habían alcanzado. Con sus rifles lo pusieron de pie y se lo llevaron prácticamente a rastras, como a un Cristo crucificado. Los muchachos Kowalski se preguntaban por qué sucedían ese tipo de cosas en su ciudad.

–Se los llevan a causa de sus convicciones. Para ellos son un peligro debido a sus ideas políticas, por su religión –explicó el padre.

–Pero si ellos ni siquiera son comunistas –exclamó Janine muy asustada.

–No, son testigos de Jehová, pero también les han declarado la guerra –señaló el padre.

Pronto el convoy emprendió la marcha.

–¡Se van! –exclamó Janina.

–Demos gracias a Dios.

 

La casa permanecía en paz por la noche. En medio de la oscuridad, en el silencio casi absoluto de aquella hora, la mesa lucía limpia, inmaculada la vajilla en la vitrina. Sobre la chimenea, una pareja de novios de porcelana hacía un paseo por parajes de ensueño mientras dos muchachos y una joven, también de porcelana, sentados sobre una banca de madera, le daban alguna golosina a un dulce perrito que se alzaba sobre sus patitas traseras. Encima de la mesa del café, al lado del sofá, yacía abandonado el periódico que antes de la comida leía Oles, junto con su pipa. En la pared, los ancestros de la familia hacían su guardia mientras el reloj marcaba las doce y cuarto con ritmo sutil.

En sus habitaciones, los muchachos yacían tan calmos. Anna también dormía profundamente cuando Oleg comenzó a removerla con la mano y la despertó con susurros insistentes.

–¡Anna! ¡Anna! ¡Despierta!

–¿Qué sucede, padre mío?

–Ya vinieron.



(La historia de Janina Kowalski apenas se inicia. Continúa en el siguiente episodio).

Katowice ayer y hoy

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