–Cómo
puedes encontrarla linda, ¿te has dado cuenta de que tiene piernas de horqueta?
–decía Aleski.
–No es
verdad. Sucede que le has tomado manía porque me prefiere a mí –aducía Gerik.
–¿A
quién le han visto las piernas? –preguntó Janina con alegre curiosidad.
–A
Marisa, la novia de Gerik –respondió Aleski.
–¡No
es mi novia, solo somos buenos amigos! –exclamó Gerik.
–Bien,
bien. No me digas que aún no la has besado –retó Aleski.
–Por
ahora solo le he dado una flor. Pero en cuanto llegue el momento... –adujo
Gerik.
–Hum...
¡Ja! –soltó Aleski.
–A una
señorita se le debe respetar –intervino Anna, la madre, mientras servía el
caldo de verduras y carne a los comensales–. Aplaudo la determinación de Gerik.
–Sí,
sí –dijo Aleski al tiempo que le daba dos sorbos al vino de mesa.
–Y tú
Aleski, ¿acaso ya le has robado un beso a alguna señorita del colegio?
–preguntó Oles, el padre.
–No ha
vuelto a besar a nadie desde que lo intentó con su profesora de primaria –acusó
Gerik, quien pronto recibió un proyectil de migajón por parte de Aleski.
–¡Eh,
que en la mesa no se juega! –intervino el padre, siguiendo el juego a su modo.
–¡Eso
no fue un intento! ¡Sí que la besé! –gritó Aleski.
–¡Y
vaya que sí! ¡Aún recuerdo que la señorita Susana mandó llamarme! –exclamó la
madre–. ¡Estaba muerta de la angustia porque me hubiera llamado la profesora de
mis hijos! ¡Pues qué diablura podían haber hecho! Y cuando me lo contó, ¡qué
risa de ambas!
–Sí,
qué risa. Quién hubiera pensado que teníamos en casa a todo un Rodolfo
Valentino –recordó Janina.
–¡Diantre
de muchacho, si la señorita Susana me dijo que hasta la doblaste como espiga
para besarla! –apuntó la madre.
¡Ja!,
¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!
Las risas se interrumpieron
a la
llegada de un convoy militar que hizo vibrar los platos sobre la mesa, los
cristales de las ventanas. A una, Oles, Anna, los muchachos se abalanzaron para
ver qué sucedía. El convoy se detuvo ante el edificio de enfrente. Ágiles,
precisos, una treintena de soldados polacos descendieron de dos camiones
mientras tres oficiales de las SS
impartían órdenes para rodear el edificio e ingresar a saco en los
departamentos.
En la
calle, algunos paseantes curiosos se petrificaron a la expectativa; otros
seguían su camino, diríase que huyendo. Indiferentes, los oficiales se reunían
en torno de sí encendiendo sus cigarrillos. Se escuchaba un tumulto dentro del
edificio; por las ventanas se veía a los soldados destrozando cosas, amagando
personas. Pocos minutos después un grupo de hombres, mujeres, ancianos, niños
salieron con las manos en alto del edificio, seguidos de los soldados, y fueron
introducidos a empellones a los camiones.
Lágrimas,
súplicas en vano.
Un
hombre se echó a correr de improviso; los soldados le gritaron para que se
detuviera, pero el fugado corría imparable. El más robusto de los oficiales se
abrió paso e hizo un disparo al aire. El hombre perdió el equilibrio debido a
un perceptible espasmo de sus piernas y cayó sobre un charco de agua. Antes de
que pudiera levantarse, un par de soldados ya lo habían alcanzado. Con sus
rifles lo pusieron de pie y se lo llevaron prácticamente a rastras, como a un
Cristo crucificado. Los muchachos Kowalski se preguntaban por qué sucedían ese
tipo de cosas en su ciudad.
–Se
los llevan a causa de sus convicciones. Para ellos son un peligro debido a sus
ideas políticas, por su religión –explicó el padre.
–Pero
si ellos ni siquiera son comunistas –exclamó Janine muy asustada.
–No,
son testigos de Jehová, pero también les han declarado la guerra –señaló el
padre.
Pronto
el convoy emprendió la marcha.
–¡Se
van! –exclamó Janina.
–Demos gracias a Dios.
La casa permanecía
en paz por la
noche. En medio de la oscuridad, en el silencio casi absoluto de aquella hora,
la mesa lucía limpia, inmaculada la vajilla en la vitrina. Sobre la chimenea,
una pareja de novios de porcelana hacía un paseo por parajes de ensueño
mientras dos muchachos y una joven, también de porcelana, sentados sobre una
banca de madera, le daban alguna golosina a un dulce perrito que se alzaba
sobre sus patitas traseras. Encima de la mesa del café, al lado del sofá, yacía
abandonado el periódico que antes de la comida leía Oles, junto con su pipa. En
la pared, los ancestros de la familia hacían su guardia mientras el reloj
marcaba las doce y cuarto con ritmo sutil.
En sus
habitaciones, los muchachos yacían tan calmos. Anna también dormía
profundamente cuando Oleg comenzó a removerla con la mano y la despertó con
susurros insistentes.
–¡Anna!
¡Anna! ¡Despierta!
–¿Qué
sucede, padre mío?
–Ya
vinieron.